jueves, 25 de septiembre de 2008

El amigo

La historia de mi vida comienza el día en que nací por segunda vez. Jugaba en el paso a nivel, metiendo mis botas katiuskas entre dos raíles. Siempre hacia lo mismo. Me gustaba sacar el pie y ver cómo la bota quedaba dentro, apretujada. Pero aquel día el pie se resistía. Forcejeé con fuerza, pero no había manera. Al principio, la cosa me hizo gracia; pero el pitido de la locomotora me borró la sonrisa.

El tren estaba tan cerca que no podría parar a tiempo. Casi alcanzaba a distinguir el rostro del maquinista y oía el chirrido de las ruedas contra los raíles. Menos mal que mi amigo Emilio reaccionó rápidamente y, levantándome de la cintura, me sacó justo a tiempo de evitar el atropello, del que no se libró mi katiuska, que quedó desguazada.

No le di las gracias a mi amigo, porque estas cosas sobran entre camaradas; al menos, así lo creíamos los chavales. Me fui a casa a cambiarme de calzado y recibir los zapatillazos de mi madre, a quien mentí sobre la pérdida de la bota.

Muchos más años más tarde, recordé que el episodio del paso a nivel ocurrió la primavera de mil novecientos setenta y cinco, recién recuperado de un sarampión que estuvo a punto de llevarme al otro barrio. Busqué en mi carpeta de recuerdos y encontré los correspondientes partes del hospital, que corroboraban la fecha.

Continué revolviendo papeles y encontré la noticia de la muerte de mi amigo Emilio, atropellado por el tren en el mismo paso a nivel. De niño había guardado aquella página de periódico en varios dobleces, y así la encontré. Rocé los bordes con las puntas de los dedos. La memoria suele jugarnos malas pasadas. Aquel día me sentí con fuerzas para desplegarla completamente. La fecha es el único dato verdaderamente cierto de los periódicos. Ahí estaba. Catorce de abril de mil novecientos setenta y cuatro.

El vano

Por fin Cándido se decidió a poner por obra lo que había estado cavilando en los últimos días. Se acercó al muro que cercaba el terreno de los marqueses y comenzó a abrir un vano. La tarea no era muy costosa, pues las piedras se apilaban unas sobre otras sin argamasa. Pasó por allí un paisano, que se asombró al ver la escena.

- ¿Qué haces, loco, no ves que ese muro es de los marqueses?
- Lo que yo no veo nunca es a los marqueses por aquí.
- Pero el terreno es suyo, de toda la vida.
- Claro, de toda la vida. El marqués se llama Adán y la marquesa, Eva.

El pueblerino no comprendió el sarcasmo y preguntó que para qué hacía aquello. Sin detenerse en su tarea, contestó que para que el ganado tuviera más terreno donde pastar. ¡Pero si tú no tienes ganado!, el desconcierto del hombre aumentaba a cada segundo y llegó a su límite cuando Cándido dijo: ¡Pero tú, sí!

En un pueblo pequeño, el acalde tarda poco en aparecer allí donde se produce la noticia. Le recordó, el gesto adusto, que aquel lugar era propiedad de los marqueses y que la propiedad hay que respetarla. Cándido aseguró que cuando los marqueses apareciesen por allí y pidiesen que se cerrase el muro, él mismo lo levantaría de nuevo. El alcalde ni asintió ni le contradijo; simplemente, se marchó.

El hueco permitía entrar a un espacio desconocido para todo el pueblo. Los primeros en tomar posesión del lugar fueron los niños, pues la novedad hacía que los juegos de siempre resultasen diferentes. Después, poco a poco, el ganado comenzó a pastar por allí. Nada mejor que las bestias para desbrozar un campo.

Así transcurrieron los meses hasta que una mañana de julio de 1936 el muro amaneció restablecido en su integridad. Alguien en el pueblo se había apresurado a poner las cosas en su sitio.

De espaldas al muro, con la camisa rozando las mismas piedras que un día retiró, se encuentra ahora Cándido, que ha pedido que no le venden los ojos.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Hasta que la muerte nos separe

No habían pasado dos meses desde nuestra boda, cuando tuvimos nuestra primera pelea. Jacinto nunca antes me había gritado, y mucho menos levantado la mano. Tras aquella discusión, llegaron otras, que trajeron tímidas bofetadas primero y luego despiadadas palizas. Cuando me preguntaban por mi matrimonio, yo siempre contestaba que, aunque teníamos nuestras crisis, iba bien. Callaba lo obvio. Ahora, ya demasiado tarde, descanso en paz.

martes, 9 de septiembre de 2008

Thunder storm

El móvil de ágatas palpita mecido por el viento y el entrechocar de las piedras resuena como un concierto de alegres campanillas. No llueve en Madrid y, sin embargo, una humedad desconocida lo invade todo esponjándonos la piel. Estupefacta, reclinada en el sofá, observo el espectáculo que esta noche nos ofrece el cielo. Miles de rayos bañan el cielo a un intervalo aproximado de dos segundos. Se diría que un gigante nos dispara con un enorme flash. Tras más de veinte minutos de incesantes fogonazos rompen a llorar las nubes de panza de burra. Entra por el balcón entreabierto el aroma de la tierra mojada. Pienso que es algo atávico. No hay ni siquiera un pedacito de hierba a un kilómetro a la redonda. En el barrio de las maravillas el asfalto lo cubre todo. Quizá sea el olor que emana la tierra abonada de las macetas y es que la naturaleza está en todas partes, aunque nos esforcemos en aniquilarla.
Cae el agua y, en su lento deslizar, lo limpia todo: las calles, los coches, las almas. El agua, que da la vida.

Dédalo

"Welcome, Oh life! I go to encounter for the millionth time the reality of experience and to forge in the smithy of my soul the uncreated conscience of my race", James Joyce.

lunes, 8 de septiembre de 2008

La lección

Eusebio se sumerge en el barreño, y ahí se asea y afeita con una navaja mil veces afilada. Mientras se seca, echa de menos su habitual olor a pajar. Se muda y viste con la ropa de los domingos, aunque es viernes. La mademe le recibe con una sonrisa veraniega, una mano apoyada en el quicio de la puerta y la otra en la cadera. Niñas, al salón; ordena, y al instante se oyen risitas y pasos apresurados. Es casi el mismo sonido que hacen las alumnas de los colegios de monjas saliendo de las aulas. Niñas, en silencio, no quiero que nadie nos moleste. Suena la voz de la profesora, que ahora es madame. Solos en el cuarto, lo mujer vuelve a convertirse en la joven apasionada que fue. En un suspiro, abre el cajón de la cómoda y extrae un pizarrín y una tiza. Comienza la lección.

martes, 2 de septiembre de 2008

El dedo acusador

Casi todas las mujeres de mi familia han tenido un dedo meñique particular, con un hueso deformado que, al apoyar la mano sobre una superficie plana, hace que se curve para formar una pequeña protuberancia. Parece una colina al final de un paisaje lleno de finos y largos dedos. Ahora que ya no soy parte de la familia, he decidido deshacerme de ese apéndice acusador que me recuerda unos origenes que aborrezco. La única duda que me asalta es si desprenderse del dedo tullido dolerá tanto como sentirse rechazada por los que uno consideraba los suyos.