De
tanto repetir la mentira, Gladys había acabado creyéndosela. La cicatriz que le
partía el labio en dos era la más visible, aunque no la única, y al final todos
acababan preguntando con mayor o menor tacto al respecto. La carretera mojada,
la motocicleta, un frenazo brusco, y luego el dolor punzante de los cristales
clavados en la carne, de las quemaduras producidas por el asfalto y los trozos
de metal. Todo resultaba creíble y explicaba también las otras marcas: en los
brazos, en la espalda...
Solo
cuando volvió a verle de nuevo, por casualidad, en la pequeña ciudad española
que la había acogido, recordó esa verdad que había conseguido enterrar durante
cuatro largos años.
Él iba
acompañado de una chica de pelo largo negro. Si no estaba aún marcada, pronto
lo estaría. Quiso gritar. A él, su odio. A ella, que huyera. Pero no hizo nada.
El miedo la tenía atrapada y cada una de las siete cicatrices que afeaban su
cuerpo escocía a la vista del agresor.
Antes
de llegar a casa ya había tomado la decisión. Dejaría el piso y el trabajo y
volvería a mudarse. No podía arriesgarse a toparse con Luis un día por la calle
y que él la reconociera. Los dos meses que necesitó para poner en orden su
marcha vivió marcada por la angustia. El corazón le latía con fuerza antes de
girar una esquina, ya no iba al cine, ni de tiendas, ni quedaba con los pocos
amigos que había hecho. ¿Para qué? Ella sabía que se iba y que un mal encuentro
fortuito podía arruinar toda su vida.
Dos
años después volvió a verlo; esta vez en la pantalla del televisor. La
periodista decía algo de violencia de género, pero ella solo se fijaba en el
cuerpo cubierto por una sábana ensangrentada y pensaba en la morena del pelo
largo.
Esa
tarde sumó una cicatriz más a las siete repartidas por su geografía. Invisible
para el resto, pero no para ella, fue la que más dolió.
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