Corría el año 2016 y por aquel entonces solía viajar
a menudo a la ciudad alemana de Fráncfort, con su río Meno, sus grandes
rascacielos, sedes de algunos de los mayores bancos del mundo, y sus ferias del
libro, del automóvil o de la carne. Solía toparme con un señor gordo, de
apariencia tímida, que siempre iba solo. Lo veía en Wagner, en el barrio de Sachsenhausen,
devorando salchichas y schnitzels, regados por grandes jarras de cerveza de
trigo o de sidra de manzana, tan típica del estado de Hese.
Otras veces lo encontraba caminando sin rumbo por Römer,
o cruzando el puente Eiserner Steg, siempre solo, vestido con un traje gris que
le quedaba grande pese a su extraordinaria corpulencia.
En alguna ocasión, por pura curiosidad, pregunté por
él a los afanados camareros de la cervecería sin que supieran darme razón.
También intenté seguirle durante su errático
deambular por la fría ciudad, pero siempre lo perdía de vista en algún punto
del Zeil, entre la marabunta de compradores que se arremolinaban frente a los
escaparates de sus tiendas y centros comerciales.
Después dejé de viajar a Alemania y olvidé al obeso
desconocido. No volví a pensar en él hasta hoy. En las páginas de un ajado libro
comprado al peso en una librería de viejo he visto su foto. Apoyado en la
barandilla del puente donde solía tropezarle. Con el mismo traje gris y sus
carnes fofas. Con mano temblorosa he pasado la página para encontrarle de
nuevo, engullendo su cena pantagruélica en el conocido local de la Schweizer Strasse
donde tantas veces coincidimos.
Solo entonces, al ver esas fotos, he comprendido que
durante meses compartí paseos, cenas y vistas en la ciudad de Fráncfort con un
hombre muerto aferrado a la vida.
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