martes, 19 de febrero de 2008

El quinto

Raimundo sudaba profusamente. En la casa el calor se colaba en vaharadas de aire lánguido que goteaba a través de los poros de los visitantes. El olor de las madreselvas se mezclaba con el perfume de las muchachas que era dulce y espeso. La casa latía a un ritmo desconocido para él y los gemidos constituían un particular hilo musical que hacía que le temblasen las piernas. El muchacho notó como la estancia le daba vueltas. “Ándele mi hijo, ¿a qué espera?” Alargó la mano hacia el pomo de la puerta en lo que le pareció la distancia más amplia por el hombre jamás recorrida. Y allí estaba ella. Encajes fucsias y negros adornaban su rotundo cuerpo. La visión le corto el aire y solo alcanzó a notar como dos manos le empujaban hacia la pelirroja que yacía en mitad de un enorme lecho. La sonrisa burlona de la mujer y el color anaranjado de su pelaje le hicieron pensar en el gato de Cheshire. La puerta se cerró a su espalda. Inmóvil, paralizado por la visión del cuerpo de carnes blancas que se le acercaba, escuchó los gritos de su padre que brindaba con otros parroquianos. “Para la desquintada de mi primogénito he elegido el mejor género de la casa, la Viridiana. Seguro que a mi muchachito le gusta esa perra francesa.”

1 comentario:

Men dijo...

Muy bien escrito y descrito, Sulli.