lunes, 1 de octubre de 2007

El hijo del halcón

Aquella baja médica que le dieron hace tres semanas se estaba se estaba convirtiendo en una trampa inevitable para pensar. Pensar en el presente, ese tiempo que no es y que se desvanece cada vez que ella intenta atraparlo. Pensar. Pensar mucho. Pensar en el futuro, eterno interrogante. Pensar en el pasado.

Laura tiene treinta y siete años y un hijo pequeño que dejó en Londres al cuidado de su padre. Hace ya cinco años que volvió a casa. Cinco años que han pasado desde que se separó de Aaron, directivo de uno de los mejores bancos de inversión del mundo, padre de su hijo, ex marido, ex amante, ex amor.

Se conocieron en Londres. Ella llevaba ya dos años trabajando en el departamento de artes gráficas del banco y él acababa de llegar de la central. Era norteamericano y tan perfecto que parecía sacado de un anuncio de Ralph Lauren. Se había educado en las mejores universidades de su país y había comenzado una meteórica carrera en Nueva York pero quiso el destino enviarle a Europa, a la sucursal londinense. Al principio pensó en quedarse allí un par de años, quería viajar por Francia, Italia y disfrutar de la vida decadente y bohemia que imaginaban las películas que él veía en su país. Él era un tiburón financiero por mandato familiar al que le divertía fantasear con buhardillas en Montmartre, con pan caliente y puentes de piedra que cruzan el Sena . Pocas veces soñaba Aaron, y esa era la única licencia que se permitía.

Por el contrario Laura vivía en un permanente estado de fantasía. De hecho, era la única forma de soportar el tedio de la rutina. Así pudo con el trabajo en el banco. Laura trabajaba turnos espartanos, de doce de la noche a seis de la mañana. Había empezado con un turno diurno de doce del mediodía a ocho de la noche pero enseguida se dio cuenta de que no podía soportar a los analistas financieros y que de noche, disminuían las posibilidades de toparse con aquellos perros rabiosos que pululaban por el banco e irrumpían en su departamento reclamando el trabajo que debía estar terminado cinco minutos antes de que lo hubieran pedido. Eran extraterrestres de todo el mundo, más o menos de su edad, que bajaban chillando y trataban a los operadores como ella como si fueran una casta inferior. Laura no toleraba aquella falta de educación. A veces, cuando bajaba a fumar coincidía con algún grupito de ellos y escuchaba sus conversaciones. Hablaban de dinero. De lo mucho que ganaban. De vacaciones caras. De salidas ostentosas por los locales y restaurantes de moda de Londres. Del precio desorbitado de sus atuendos y complementos. Eran seres grises y vacíos, que en su afán por tener, se habían olvidado de ser. Entonces Laura tenía que concentrarse en chupar hasta el último gramo de nicotina y así llegaba la pena. La compasión.


Fue precisamente espiando las conversaciones de aquellos corrillos cuando Laura escuchó, por vez primera, batallitas sobre Aaron Goldsmith. Las pequeñas hienas idolatraban al director de estrategia que tenía fama de ser implacable y sus hazañas se celebraban con estruendosas carcajadas. Laura contemplaba estupefacta aquel ritual de grupo y, en muchas ocasiones, hubiera jurado que pequeños colmillos afilados asomaban entre sus belfos.
Aaron era el macho alfa de aquella jauría pero ella jamás lo había visto. Conocía su nombre, aparecía destacado en el organigrama del banco que ella misma había diseñado pero alguien como él nunca bajaba a galeras a reclamar las piezas gráficas y presentaciones, para eso contaba con un ejército de lacayos. Aquel semidiós vivía en las alturas del banco y oteaba la ciudad, coto privado de caza en el que descuartizar a las presas incautas.


Solo había un momento en todo el año en el que la cúpula descendía y se mezclaba con el populacho: la fiesta de navidad de la empresa. Ocurrió entonces lo inevitable. Se cumplía su destino. Laura y Aaron, que vivieron largos años separados por el océano atlántico, por fin se encontraron. Comenzaba la cacería.


Laura odiaba las fiestas navideñas, aquellas celebraciones estúpidas en las que una vez al año, todos en el banco se reunían en algún lugar espectacular de Londres y fingían ser una alegre gran familia. Normalmente ella tenía la excusa de estar de vacaciones en España celebrando las fiestas con su familia, con la otra, con la sanguínea, con la de verdad. Era perfecto ya que todos la disculpaban y mostraban condescendencia por la idiosincrasia primitiva española que obligaba al clan a reunirse por Navidad; “la familia” le decían en español mirando al cielo. Este año, sin embargo, el comité de organización se había empeñado en alquilar el acuario de Londres y la única fecha disponible era tan temprana que se quedó sin una razón válida y tuvo que asistir so pena de suicidio profesional.
Tom, Trish y Parveen pasaron por su casa a recogerla en un taxi y fueron directos al acuario. Londres lucía radiante engalanada de lucecitas doradas. La abadía y el parlamento eran una visión mágica y muy cerca del acuario, el ojo del milenio se reflejaba en el Támesis y la visión de los bancos del río era sobrecogedora. Aquella ciudad gris y poblada de niebla era tan hermosa que Laura sentía un vértigo profundo cada vez que Londres se revelaba solemne, imperial, majestuosa.


Entraron en el acuario exquisitamente iluminado por las luces de los tanques de agua en los que nadaban sinuosas las criaturas marinas. Un ejército de camareros desfilaba con copas de champán y canapés y los invitados lucían sus mejores galas. Laura observó su sencillo vestido comprado en uno de los puestos de Spitalfield Market y el atuendo de sus amigos y se dio cuenta de que la casta de chacales llevaba ropa de firma, ropa cara rezumante. Los parias como ella iban vestidos de Zara, French Connection y solo Parveen, que era team leader, había hecho el esfuerzo de comprarse un modelito en Karen Miller. Los demás preferían gastarse el sueldo en viajes, salidas, libros, cine, teatro…, lo que se conocía como vida. Se movieron nerviosos por aquella marea de elegancia hasta que en una esquina, vieron a Jack y a Troy y corrieron presurosos a su encuentro. La música para su sorpresa era excelente, muy alejada de la tradicional pachanga navideña y de los grandes clásicos tipo Gaynor. El discurso pronunciado por uno de los jerifaltes fue insufrible pero breve así que a pesar de sus reticencias iniciales, Laura se estaba divirtiendo de lo lindo. Seguía el desfile de Veuve Clicquot y pronto estuvieron todos lo suficientemente borrachos para tomar la importante decisión de irse a donde pertenecían. El 333 les esperaba. Antes de marcharse, el exceso de burbujas obligó a Laura a buscar el baño y al entrar por el pasillo que conducía a los lavabos, vio como un hombre elegantemente vestido con smoking patinaba y caía dándose una formidable costalada. Laura se apresuró a socorrer al extraño que permanecía sentado en suelo y, al ver la cara de confusión del patinador, no pudo reprimir una enorme carcajada. El hombre la miró sorprendido y Laura descubrió dos ojos azules de lobo que brillaban como dos gemas y una sonrisa radiante que resplandecía en el rostro del extraño. Allí empezó su primera conversación que fue bruscamente interrumpida por una Trish tambaleante sobre sus imponentes stilettos.

-Por dios bendito, creo que voy a morirme. Laura, acompáñame al baño por favor, voy a echar la pota. ¡Rápido!
Laura cogió a Trish por el brazo y se despidió del desconocido.
-¡Espera! ¿Cómo te llamas?, dijo éste.
-Soy Laura.
-¿Laura qué?
- Laura. Laura Egido. ¡Adiós!


Después de aquel incidente la vida de Laura siguió su curso mansamente hasta que, poco después del día de Reyes, salía de su turno y se despedía de sus compañeros cuando el patinador apareció entre las sombras y la invitó a tomar una copa. Fueron a uno de los nuevos bares que rodeaban Smithfield Market y que estaban abiertos después del toque de queda de las once en punto y se bebieron dos botellas de Pouilly Fuissé. Así descubrió Laura que el desconocido era Aaron Goldsmith y aunque ella intentó huir de él, Aaron estaba educado para el triunfo y acabo llevándose la presa. Solo aquella vez en el suelo del acuario pudo Laura ver al halcón indefenso. Solo una. La rapaz hizó una cabriola y le atestó un golpe mortal que le partío el cuello.


Compraron una enorme casa victoriana en Islington con un jardín encantado lleno de lilas, camelias y sendas secretas bordeadas de rododendros y un interior forrado por Designers Guild. Eran ideales, ideales, ideales. Tanto que tuvieron un hijo precioso, su pequeño, Samuel. Ya eran una familia Harper’s. Pero lo ideal tiende a desmoronarse. Pronto, demasiado pronto llegaron las turbulencias, los desgarros, la destrucción. Laura tuvo que marcharse y dejar a su hijo atrás. Sabía que el halcón haría cualquier cosa para quedarse con Samuel y ella no podía pagarse a un ejército de abogados y de todas formas, no le quedaban fuerzas para luchar. Lo inesperado de la hecatombe, lo incomprensible, la dejaron sin poder de reacción. Aaron adoraba al niño y ella sabía que nunca le faltaría de nada además, si lo pensaba bien, si se atrevía a reconocerlo, el embarazo fue un mandato del ser supremo. Ella fue un recipiente, un simple títere manejado por hilos de seda.

Firmó varios papeles, renunció a sus derechos de madre y huyó a Madrid dejando su alma en Londres. Aquel día Laura murió pero la capital del ruido y del caos, de la noche y del dinamismo la resucitó. Madrid me revive, no me mata- piensa. Aaron le había dado algo de dinero con el que se pudo comprar un pequeño piso en el barrio de las maravillas y se puso a trabajar en un estudio de arte hasta que un día vio un curso de fotografía y decidió apuntarse. La fotografía siempre le había gustado y todos sus amigos decían que tenía un talento especial y sin embargo, nunca antes había encontrado tanta magia, tanto consuelo en el hecho de capturar la vida a través de una lente. Madrid le regaló una Leika que la sacó de aquel pozo negro en el que estaba sumida y poco a poco, empezó a montar exposiciones, primero en los bares de su zona, luego en pequeñas galerías. Poco a poco se hizo muy conocida. Conocida y reconocida.


Laura fue cojeando hasta la pequeña terraza y se sentó a contemplar la luna que se recortaba majestuosa entre la silueta de las torres del convento. Encendió un cigarro y decidió entrar a por su cámara. Había un ángulo en el que la luna parecía un globo que la antena del edificio de la Telefónica fuera a reventar. Adoraba aquel edificio. Ahora ganaba bastante dinero como para permitirse comprar un piso más grande y sin embargo, no había metros cuadrados que pudieran compensar vivir sin ver aquella fabulosa torreta iluminada de rojo. Allí debía morar Batman. Lo corroboraban los pequeños súbditos alados que revoloteaban todas las noches frente a su terraza, alimentándose de las polillas y los mosquitos que querían invadir su reino. Eran enviados del superhéroe que velaba sobre ella y la protegía. Terminó el carrete y fue al laboratorio. Quería revelar las fotos. En la penumbra rojo sangre distinguió tres fotos. Tres fotos que había dejado colgadas. Tres fotos como tres ahorcados. Eran fotos de un hombre que salía del museo de arte naïf de París. De la mano llevaba un niño de unos cinco años que sonreía. Las fotos las había tomado hacía tres meses. Aprovechando una exposición suya que montaba el Centre National de la Photographie decidió pasar una semana en casa de su amigo de infancia David Roquin. Y así fue como el destino eligió su ciudad favorita para confrontarla con los fantasma de su pasado.

Volvió a París, como hacía varias veces al año. París, ciudad de su niñez. Al padre de Laura le trasladaron allí cuando ella tenía tres años, y desde entonces, la ciudad de la luz siempre formó parte de ella. De aquellos años habían sobrevivido la fascinación absoluta por aquella ciudad que amaba sobre todas las demás, el gusto por los macarrons de regaliz de La Durée y la amistad incondicional de David. Aquella mañana de sábado se levantó temprano ya que había quedado con el crítico de arte de Libé para desayunar. Quedaron en un café cercano al museo de arte naïf ya que luego quería subir paseando a Montmartre para tomar fotos y contemplar París desde la explanada del Sagrado Corazón, una de sus vistas favoritas de la ciudad. Una vista que ella había descubierto sola. Recuerda aquella vista desconocida, aquella otra vista. París visto desde el ojo del halcón, París visto desde el Georges. Recuerda las rosas rojas, única decoración del restaurante. Una por mesa. Rosas de terciopelo y de tallo larguísimo que se levantan gráciles para exhibir su belleza. Ahora Laura se pregunta si no se alzaban en un grito de dolor, como la cabeza del caballo en el Guernika. Laura siente el puñal en el corazón; púrpura, como la sangre, como las rosas. El café con leche; el pain au chocolat y la conversación animada del crítico la alejan de los recuerdos. Pero, por mucho que uno corra, la vida es una jodida perra de humor ácido y punzante que siempre te espera agazapada a la vuelta de la esquina. Cuando terminó la entrevista emprendió su callejeo mientras que fusilaba la ciudad con su cámara y de pronto, los vio salir. Fogonazo de rosas púrpura. Laura se tambalea. Eran ellos. Aaron se había dejado el pelo largo y vestía de manera muy informal, casi de forma desaliñada. Nada quedaba de aquel hombre impecable que tenía una colección de trajes hechos a medida por los mejores sastres de Londres y camisas con sus iniciales bordadas a mano. Samuel reía y parloteaba con su padre. Era moreno de ojos oscuros y grandes, como ella. Ojos dulces y mansos de ternera.

Atrás queda aquel encuentro. Atrás queda Londres, París, su pasado. La vida, burlona, pone a cada uno en su sitio. Finalmente Aaron, de tanto soñar, había terminado en su buhardilla de Montmartre. Licencias poéticas del destino.

Laura contempla el cielo de Madrid y observa el vuelo de las aves. Piensa en su hijo y sonríe porque ahora sabe que no engendró un halcón. Engendró algo blanco y puro. Samuel, pequeña paloma.

2 comentarios:

Lady Sullivan dijo...

Necesito los comentarios de todos para pulir este retrato. Es importante. Gracias!

Lady Sullivan dijo...

A Baker por corregirme la puntuación, mi eterno caballo de batalla.

A Pickford por verlo maravilloso y perfecto.

A mi Txoni por ser una de las musas principales de este relato. En el próximo viaje a Paris no dejes de ir a La Durée!

A Miss Delicius por sus incansables ánimos para mi escritura, mi estilismo, mis miserias, mi vida en general.

A mi familia por ser como Mari y no encontrar imperfecciones.

A Juan Carlos por sacar tiempo de su apretadísima agenda para leer mis delirios. Por sus ánimos, por su feedback pertinente y por ser un maestro tan ejemplar y tan cercano.